CORONAVIRUS, UNA PANDEMIA EN TIEMPOS DE INTELIGENCIA ARTIFICIAL


El gran Elías Canetti afirmó que “la masa necesita dirección”, léase, una guía que provenga por fuera de ella. Cuando hay ‘ruido’ en esa directiva, la masa “se vuelve un blanco fácil para el pánico” y se desbanda. Digamos, pierde el orden que se pretende. Siguiendo la vieja tradición de la ilustración escocesa, que Albert Hirschman entendió muy bien, el mercado logra neutralizar el pánico, porque disuelve la violencia dentro de un régimen de convivencia en libertad.

Pero esta resolución siempre trae consecuencias. De hecho, una de las más claras se observa en los mercados financieros, que suelen comportarse siguiendo hábitos de manada. Pues bien, eso es lo que estamos viendo como resultado de la expansión del coronavirus (COVID-19).

En este contexto, y lejos de entrar en pánico, cabe preguntarse ¿qué hay de nuevo, en términos de organización social y política, con la irrupción del COVID-19? En el marco de la Cuarta Revolución Industrial, la respuesta no puede omitir el factor que resulta evidentemente decisivo: la inteligencia artificial (IA). Veamos, entonces, la injerencia de los algoritmos desde dos perspectivas diferentes: la búsqueda de soluciones y el mantenimiento del orden.

A principios de 2003 el Gobierno chino notificó a la Organización Mundial de la Salud (OMS) que en los últimos cuatro meses de 2002 habían tenido varios centenares de víctimas de una afección pulmonar todavía no identificada. A las pocas semanas, esa afección recibió la denominación de SARS. A mediados de marzo de 2003, la OMS propuso la creación de una red compuesta por once laboratorios de diferentes países con la finalidad de identificar el agente causante de tal virus.

La misma organización internacional facilitó una plataforma virtual para almacenar e intercambiar datos e información, pero no pudo establecer una agenda vinculante, puesto que no tenía ni tiene jurisdicción sobre los laboratorios. Los científicos movidos por sus ganas de colaboración, pero también con ánimos competitivos y de gloria lograron, en menos de un mes, identificar el elemento causante del virus en cuestión. Véase, pues, en este ejemplo previo a la existencia de IA desarrollada, el rol de la OMS como generador de la acción colectiva vigorizada ante una emergencia sanitaria.

Con el COVID-19 las cosas son diferentes. A fines de 2019 la organización HealthMap emitió, basándose en su sistema de IA, una alerta temprana sobre un caso de neumonía no identificada en la ciudad china de Wuhan. Poco minutos más tarde la información fue avalada por ProMed, con base en Nueva York. Aunque rudimentario todavía, el sistema de IA que utiliza HealthMap dio sus frutos. El software procesa información que circula en las redes sociales; su algoritmo es capaz de detectar lo inusual en el tráfico digital y voilà: funciona.

Por su parte, ProMed trabaja mediante comunicaciones entre voluntarios de todo el mundo y, para este caso, funcionó perfectamente: corroboró mediante comunicación entre humanos, lo que la IA ya había detectado, por lo que se encendió la alarma. El resultado es conocido: la maquinaria científica se puso en marcha sin necesidad de intermediación de la OMS, al punto de que, incluso, un equipo de jóvenes científicos argentinos elaboró su propuesta de sistema de detección temprana.

Pero también lo hicieron las empresas en el mercado. El gigante Alibaba creó una plataforma en su centro de investigación, Damo Academy, que usando IA (entrenó radiografías de 5000 casos confirmados) detecta nuevos casos de COVID-19 con un 96% de precisión. Asimismo, la empresa coreana Insilico Medicine decidió compartir parcialmente con otros laboratorios e investigadores sus compuestos farmacológicos y su software de IA para trabajar haciendo foco sobre ciertos objetivos clave del agente causante del COVID-19.

Por otra parte, la “cuarentena” china es novedosa, porque es la primera de la época de la IA. Los barbijos, único elemento de protección y prevención de contagios, están en el ojo de la tecnología, porque los sistemas automáticos de reconocimiento de imágenes por patrones –computer vision– ya tienen capacidad probada.

La empresa Baidu, conocida popularmente como el Google chino, desarrolló un software de código abierto que tiene la finalidad de detectar qué personas, en medio de una multitud, no están usando la mascarilla. Para ello, Baidu entrenó un sistema de IA en base a más de cien mil imágenes y tiene -según afirma la empresa- una precisión del 96%.

Pero eso no es todo. En la tierra del Sistema de Crédito Social el gobierno no se quedó atrás. Impulsado por directivas del Consejo de Estado, crearon una aplicación que detecta probabilidades de contagio. La app está disponible en WeChat o Alipay y permite saber si una persona estuvo cerca de alguna otra que sufre la enfermedad. Así pues, si la aplicación de Baidu resulta útil para tener control mantener el orden en la vida cotidiana (lugares de trabajo, supermercados, etc.) la aplicación gubernamental sirve para dos propósitos: a) asegurar la estabilidad psicológica de la población, y b) que los ciudadanos eviten desplazarse por zonas con más altas probabilidades de contagio, dato que se obtiene complementando la app estatal con la de Baidú.

En la relación del COVID-19 y la IA no hay nada nuevo. Era de esperar que la tecnología proporcione rápidamente respuestas sobre este asunto. La detección temprana por parte de HealthMap puede deslumbrar, pero el uso de las redes sociales para entrenar alarmas no es para nada novedoso. De hecho, en muchas ciudades se usa el tráfico de Twitter para establecer los patrones de supervisión pública sobre el cumplimiento de la normativa de higiene en la industria alimenticia. La detección de barbijos y la emisión de alertas a los usuarios que no lo llevan puesto, con el objetivo de obligarlos a que lo hagan, no dista mucho de lo que ocurre diariamente con los sistemas de reconocimiento facial y biometría.

Quizá lo que merece reflexión no es el uso de la tecnología en sí, sino, específicamente, su intromisión en la privacidad, en contextos de emergencia. Cabe preguntarnos si acaso, habida cuenta de la gravedad del coronavirus, podemos volvernos más tolerantes con el uso de la información personal que terceros (empresas y Estado) hagan en momentos excepcionales, de crisis. Vale decir: si habitualmente nos preocupa que las empresas de seguros utilicen las redes sociales para establecer primas de riesgo más altas por nuestros hábitos pocos saludables, también nos debería inquietar que se usen nuestros comentarios virtuales para detectar posibles enfermedades entre nuestros amigos. Si desde las democracias nos atemoriza que el gobierno chino configure por default el tono del celular en las personas que están en las listas negras del Sistema de Crédito Social, también nos debería aterrorizar que se comunique a todo el mundo que nuestra madre está enferma.

El atento lector podría contraponer que las situaciones de excepcionalidad siempre colocan el lente de las autorizaciones en un nivel distinto. Sin embargo, no hay que olvidar que hace muchos siglos el viejo e increíblemente audaz David Hume ya analizó esta cuestión. Y si bien es cierto que las reglas para distribuir los alimentos no se pueden aplicar durante una hambruna -decía el escocés-, también es posible que, superada la escasez, nos encontremos habiendo incorporado mansamente las nuevas reglas.

Después de todo, no hay que perder de vista que las verdaderas cuestiones morales siempre nos toman desprevenidos, en los momentos de mayor angustia y debilidad.