AMISTADES EN LA POLÍTICA: ¿REALIDAD O FICCIÓN? 

Un recambio de gobierno es un hito de la democracia, un momento de algarabía ciudadana. También es, resulta fácil percatarse de ello, un hiato: mientras un contingente de amigos se va, otro igualmente populoso ingresa a las oficinas gubernamentales. No hay hecho más evidente para los ciudadanos, pues ocurre frente a sus ojos. Sin embargo, lo sustancial radica en que todo ese proceso se ancla en algo tan humano como la amistad (política). En ese contexto, todos (los que se van y los que llegan) merecen un recordatorio o una advertencia, es decir, un mensaje que la lúdica observación le ofrece a la siempre ocupada acción. Aquí va uno.

Ningún mortal escapa a los encantos de la amistad, aunque todos, al menos una vez, hemos sucumbido ante ella. Sólo los dioses, y no siempre, le han dado la espalda. La amistad no sólo es una cuestión humana, fundamentalmente lo es entre ellos. Casi nada, a excepción de morir, se puede hacer sin amigos, aunque justamente por los amigos nos vemos impedidos de hacer muchas cosas. La amistad se encuentra donde no se la busca y se extravía cuando no se la usa, pero al usarla se requiere siempre, como dice el refrán, dos testigos y un notario.

La amistad y la política ha sido desde siempre tema de aguda reflexión. Se ha pensado, como lo hicieron algunos anarquistas, que la amistad era condición suficiente para garantizar la esfera pública sin apelar a la coacción. Casi por la misma época, otros pensaron que la única forma de asegurar la vida pública era organizando la coacción justamente con su opuesto: el mérito. En nuestras sociedades democráticas, igual que en anteriores regímenes políticos, hacer política sin amigos resulta imposible, tanto como temerario implementar políticas contra ellos. En democracia no se puede gobernar sin amigos, pero es preciso, en la mayoría de los casos, gobernar contra ellos. Las democracias que gozan de calidad no niegan aquel asunto, pero diseñan, implementan y echan a andar instituciones que son capaces de engañar la desnuda condición humana.

A quienes afirman que la política es terreno sacrosanto de principios e ideales compartidos o aquellos otros que se aglutinan en torno a creencias e ideologías, les vendría bien recordar las palabras que el gran Pio Baroja hace decir a Andrés Hurtado en El árbol de la ciencia: “Hemos llegado a querernos de verdad, porque no teníamos interés en mentir”. En el terreno político los amigos son amigos porque todavía no han tenido la necesidad de tomar decisiones que los afecten mutuamente. Pero llegado el caso las tomarán y el mapa de la amistad tendrá, entonces, traiciones, rencores, resentimientos y secretos.

La política es ese espacio elástico donde siempre se pueden hacer nuevos amigos, porque sin ellos resulta imposible gobernar, aunque para hacer nuevos amigos se requiera abandonar a los viejos. Así, el que entra a la lucha política por ideales y convicciones, termina topándose con una cruda realidad: que es más importante la amistad que ellos. Y el que entra a la arena política por amistad, rápidamente se va a dar cuenta que la amistad nació para ser traicionada.

El costado adverso de la práctica política no sólo está hecho de malas decisiones, está fraguada por enemistades, rencores y envidia. Las ideas maravillosas siempre están entre los amigos que todavía no han tenido la ocasión de ponerse a prueba. Cuando un político cae en desgracia puede reconfortarse con la frase, atribuida por Diógenes Laercio a Aristóteles: “¡Oh, amigos míos! No hay ningún amigo”. Aunque frente a este acontecimiento nuestro hipotético político debe haber aprendido que la soledad es la contracara de la amistad.

Nota: publicada originalmente el 10 de diciembre de 2003 en BAENEGOCIOS